El Pacto

El pacto

     Tomé su manita entre las mías. Estaba fría, sus uñitas amoratadas. Era mi niña, el fruto de mi vientre, la que yacía en aquella fea cuna del materno infantil de Málaga, envuelta en mantas azules manchadas de sangre. La vida había abandonado a mi preciosa niña antes de salir de mi interior. No fue culpa mía, ni del obstetra, no fue culpa de nadie. El corazón de mi pequeña no quiso seguir latiendo y se detuvo abruptamente.

     Nos dejaron a mí y a mi esposo verla unos minutos, para que le dijéramos adiós. Tomé de nuevo una de sus manitas entre las mías, toqué sus fríos piececitos y observé su rostro, tranquilo, sereno. Un rostro que nunca mostraría otra expresión que esa: la plácida expresión que la muerte otorga a aquellos a quienes visita.

  Jesús se limitó a observarla unos minutos, el rostro compungido por la pena, y a derramar algunas lágrimas. Después ya no quiso mirarla más, como si mi hija, mi preciosa niñita que no había podido abrir los ojos ni siquiera una primera vez, le diera asco. Tras eso, llamó a las enfermeras para que se la llevasen y, sin siquiera haberla tocado —sin haber sido capaz de tocar a su propia hija, a pesar de ser su única oportunidad en esta vida—, le dijo adiós y le lanzó un beso dándole la espalda.

    Pero yo no iba a despedirme de ella tan fácilmente. Tal vez la ciencia, la medicina común y corriente le hubieran fallado. Pero había otra manera de que mi niña abriese los ojitos, de que sus pulmones se llenaran de aire por primera vez, de que su corazoncito latiera con fuerza en el interior de su pequeño pecho.

     Meses antes de aquel amargo día, limpiando el desván de la casa de la abuela en Gorate, encontré aquellas viejas páginas. Durante toda mi infancia, cuando iba al pueblo a verla, escuché siempre lo mismo: «Ten cuidado con tu abuela, porque es una bruja». Qué tontería, pensaba yo. Las brujas no existen, ni la magia ni Dios ni nada. Siempre fui una niña muy poco creyente.

    Pues resulta que me equivoqué.

    No sé si Dios existe. Lo que sí sé es que existen la magia, las brujas y, lo más peligroso de todo, los demonios. Y resulta que los vecinos no mentían. La abuela sí que era una bruja. Todo aquello que encontré en aquel polvoriento desván —calderos, botes llenos de cosas indescriptibles, libros y más libros escritos en una lengua desconocida para mí— me confirmó lo que siempre me negué a creer.

  Y también me confirmó que, si la condición de la abuela se podía heredar, se había saltado a mi madre y había venido directa a por mí. Porque, aunque en un primer momento los símbolos plasmados en sus libros me parecían inentendibles, al mirarlos varias veces noté que era capaz de comprenderlos. Era como si ese conocimiento durmiese dentro de mi cabeza y se despertase justo en el momento en que lo necesitaba; o iba a necesitarlo.

   De entre todos los libros, los cuales contenían mucho de lo mismo —conjuros para diferentes fines, recetas para pócimas varias y cosas así—, encontré una sola página que no se parecía nada al resto. Era muy antigua, mucho más que todos los libros, incluso es posible que más vieja que el mismo pueblo.

    El título de la página era Baphomet. Solo contenía eso, el nombre del demonio escrito en esos símbolos, y el dibujo de un intrincado pentáculo que ocupaba el resto de la página, rodeado por palabras en esa lengua, que seguramente recitaban un conjuro. En ese momento me limité a guardarlo todo, a pesar de que mi esposo estaba en contra. Ese maldito cristiano de tres al cuarto siempre había sido un incordio en esos aspectos. Creyente de boquilla, solo en Semana Santa y Navidades, y poco más. Le dije que lo guardaba porque era un recuerdo de la abuelita.

     Y en el fondo sabía que en algún momento podría llegar a necesitarlo.

    Tuve que colarme aquella misma noche en el materno para recuperar el cuerpo de mi hija, almacenado en la fría morgue como si fuera un embutido. Por los pelos conseguí escapar sin que los de seguridad me pillaran, aunque me tocó noquear al pobre forense, que se encontraba practicando una autopsia. Espero que el hombre sobreviviera al golpe que le di con el extintor. Por suerte, mi niña seguía intacta. Había sido muerte natural, no iban a profanar su cuerpito para averiguar lo que ya sabían: la muerte se había cobrado su vida de manera súbita, apagando su pequeño corazón antes de que sus pulmoncitos pudieran llegar a llenarse de oxígeno por primera vez.

     Dibujé el pentáculo en el suelo del desván de aquella antigua casa de piedra heredada de mi abuela, empleando una gruesa tiza blanca que encontré entre sus pertenencias, y recité las primeras palabras escritas alrededor del enorme símbolo:

     —Baphomet, gran señor… escúchame, por favor. Ven a mí.

     Y no ocurrió nada.

     O eso creí.

    Porque de súbito, las tablas del suelo crujieron. El pentáculo emitió una luz negra que, en vez de iluminar, oscurecía la estancia. Una cabeza de cabra coronada por dos grandes cuernos surgió del suelo, que parecía agua en vez de madera sólida. Un torso humanoide con senos femeninos, que terminaba en unas patas de cabra, siguió a la cabeza.

     —¿Quién me llama?

     Su voz resonó dentro de mi cabeza, grave y rasposa como el metal contra la piedra.

    —Soy María —murmuré, la voz casi quebrada—. Mi niña… mi niña está muerta. Solo tú puedes devolverle la vida. Solo tú tienes ese poder.

    —¿Devolver? —Una risa seca, cruel—. La vida no se devuelve, mortal. No se crea de la nada. Tu cría nació muerta, su conexión con la Corriente se rompió.

      —Pero… ¿puedes arreglarlo? ¿Puedes salvarla?

     —Podría. Pero todo tiene un precio. Y este no es barato.

      —¿Qué quieres? —pregunté, aunque ya temía la respuesta.

      —Una vida por otra vida —su voz se volvió más fría, más cortante—. O te sacrificas tú, o me entregas a otro. No hay más opciones.

     —No… no puedo matar a nadie —susurré, horrorizada.

    —Entonces no me hagas perder el tiempo. —Sus ojos negros me atravesaron como dagas—. Tienes poco tiempo para decidir. Cuando su cuerpo empiece a corromperse de verdad, ya no podré reconectarlo. Su alma se habrá ido para siempre. —Comenzó a hundirse en el suelo acuoso—. No me llames otra vez a menos que tengas lo que pido. O me cobraré tu vida de todas formas.

     Mi esposo irrumpió en el ático justo cuando el demonio terminó de hundirse del todo. Había estado buscándome desde la noche anterior, cuando, sin decir una sola palabra —él ya se había dormido—, salí de casa, fui materno, recuperé el cuerpecito de Sandrita y puse rumbo a Gorate.

    —¡María! ¿Qué coño es todo esto? —gritó mirando el pentagrama dibujado en el suelo, la tiza tirada a un lado, junto a la página amarillenta—. ¿Y esto qué es? —Se acercó al bulto cubierto por la sábana, pero lo detuve.

   —¡No te acerques! —le grité con una sonrisa que ni yo misma entendía—. Voy a recuperarla. Voy a traerla de vuelta.

      Me miró como si me hubiera vuelto loca completamente.

    —María, por favor… ¿qué has hecho? ¿Qué es toda esta mierda? —Su voz temblaba entre el miedo y la rabia—. Dime que no has hecho ninguna locura. Dime que nuestra niña no está aquí.

    —Claro que está aquí —le dije, casi riéndome—. ¿Dónde iba a estar si no?

    De un empujón me apartó a un lado y se agachó frente a nuestra hija. Con sumo cuidado apartó la sábana, descubriendo que el amoratado cadáver de su niña yacía allí, en vez de encontrarse en la morgue del materno, desde donde sería enviado al tanatorio para ser embalsamada, convirtiéndola en una muñequita eterna, lista para su entierro.

    «Una vida por otra —dijo el demonio en mi mente—. Sacrifícate, y ella vivirá. O bien entrégame una vida, y ella vivirá». Esas frías y crueles palabras no hacían más que repetirse mientras me ponía en pie empuñando un cuchillo que, sin saber cómo, había cogido de las cosas de la abuela, cuyo mango era de hueso, con pequeñas piedras negras y blancas incrustadas. No iba a sacrificarme. Si lo hacía, dejaría sin madre a mi niña. Y eso me resultaba impensable.

     En cambio, él… era sacrificable. No me costaría mucho esfuerzo encontrarle un padre a Sandrita. Tenía ya uno en mente: Juan, el frutero del barrio, que llevaba enamorado de mí desde el instituto. Y esa pasión nunca se había apagado. Sería un buen padre. Era un empresario con dinero, dueño nada más y nada menos que de dos fruterías.

     Hundí el cuchillo en la nuca de Jesús, que cayó de rodillas al suelo tratando de agarrar el cuchillo con ambas manos. Era el hombre con quien me había casado hacía ya cinco años, a quien amé con todo mi ser, al menos hasta que Sandrita murió en mi interior minutos antes de nacer. Eso es lo que era, es lo que fue; ahora se había convertido en la moneda de cambio para recuperar a mi niña. Y eso era lo correcto. Después de todo, un padre debe estar siempre dispuesto a sacrificarse por sus hijos, dando la vida si es necesario.

     Lentamente se tumbó en el suelo, cayendo su cabeza sobre el pentáculo, un abundante caudal de sangre manando sobre aquellos extraños símbolos.

      Aunque seguía vivo.

   —Baphomet, mi señor —dije mientras el glifo se encendía otra vez con aquella luz siniestra—. Aquí tienes el pago. La vida de mi marido por la de mi hija.

     —Pon a la cría dentro del círculo y aléjate.

     La voz sonó más seca ahora, casi aburrida, como si fuera un trámite rutinario.

     Deposité a mi niña en el sello y me alejé, pegándome cuanto pude a la pared del fondo. Cerré los ojos, me tapé los oídos y esperé. ¿El qué? Pues esperaba con todo mi corazón que mi hijita volviera. Pero mi ateísmo natural me decía que todo aquello —el demonio, el sello del suelo— era fruto de mi cabeza trastornada por la muerte de Sandra, que había matado a mi marido y que iba a terminar en la cárcel por ello.

    Un fogonazo de luz negra inundó la habitación, consumiendo la luz, dejándola en penumbras. Antes de cerrar de nuevo los ojos, vi cómo unos tentáculos negros surgían del pentáculo y agarraban el cuerpo de Jesús.

     Me desmayé.

     El poderoso llanto de Sandra inundó el desván.

    Desperté sobresaltada, abriendo un par de ojos como platos al ver que los bracitos de mi niña se movían bajo la sábana. Corrí hacia ella. La destapé. Y lloré. Era mi niña, con su piel rosada, sus mejillas gorditas y sus ojitos azules. Ella lloraba, aunque cuando notó mi calor, comenzó a sonreír y a tocarme con sus manitas. El pentáculo yacía medio desdibujado, y del cuerpo de mi esposo no quedaba ni rastro.

   Aquella misma noche quemé la casa con todo dentro: los libros de mi abuela, sus cacharros, y esa antigua página, perteneciente seguramente a un libro muy poderoso, con la que había invocado al demonio. Del que fuera el hogar de mi abuela quedaron las cuatro paredes de piedra en pie; el resto sucumbió al fuego.

     Todo, menos la página. Aunque en ese momento era un dato que ignoraba.

   Semanas después me mudé a Argentina para poner un océano entre mi hija, yo y el crimen que cometí aquella noche. Aunque no había nada que me señalase directamente, la policía y la gente me veía como la principal sospechosa de la muerte de mi esposo. La casa incendiada en mitad de la noche —por un descuido con la chimenea, les dije—, mi hija viva, cuyo certificado de defunción había sido firmado el día anterior, la historia del forense al que noqueé para recuperarla. Todo apuntaba a mí. Tuve que descartar el plan con el frutero y huir antes de que todo se pusiera demasiado feo.

    Con el dinero de las cuentas de Jesús —un inversor de bolsa bastante exitoso—, las cuales de milagro pude vaciar antes de que las bloqueasen el tiempo que durase la investigación policial, viviríamos bien e incluso podría montarme algún negocio con el que mejorar mi posición. Sería una vida maravillosa. Mi hija crecería en un hogar con amor, con abundancia, y lejos del horror de aquella noche, cuando asesiné a su padre para traerla de nuevo al mundo. Todo iba a ser perfecto. Al menos eso parecía de primeras…

     ¿Sabes cuál es el problema? Que encontré la dichosa página, a la cual vi arder junto al hogar de mi abuela, en la casita que compré en Buenos Aires, y vi a Baphomet mirándome fijamente desde el espejo que había en el mueble de la entrada, sonriéndome con aquel rostro de cabra.

     Desde ese momento supe que la vida que había planeado para mí y mi pequeña no iba a ser tal y como yo quería. Y cuando esos dos aparecieron —el tipo del traje morado y el del abrigo de algodón que le cubría de la boca a los pies—, me convencí del todo, porque desde ese momento se convirtió en un verdadero infierno.