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La primera vez que me percaté de una de aquellas misteriosas desapariciones, la verdad es que no le di la más mínima importancia. Era un chico muy joven que se hacía llamar Nano. Vivía solo. Por lo que me explicó, se trataba de algo así como un nómada digital, aunque de bajos recursos. Se dedicaba a elaborar webs para empresas y autónomos, y con eso pagaba el irrisorio alquiler que le cobraban por su pisito, uno de un solo dormitorio ubicado en la entreplanta del edificio.
Lo conocí como a todos, esperando el ascensor. Él normalmente iba siempre por la escalera, pero aquel día traía a cuestas una bombona de gas butano y no le apetecía el esfuerzo.
—¡Aguántame la puerta, por favor! —gritó cuando se acercaba al ascensor, que ya cerraba para llevarme a mi planta.
Lo ayudé a cargar el cilindro de gas hasta su casa, y, en agradecimiento, el chico me invitó a comer una pizza. Y como rechazar una pizza es todo un pecado, acepté y me quedé.
Charlamos sobre temas triviales: estudios, pareja, pensamientos para el futuro. En esa parte de la charla el chico me dejó caer que deseaba marcharse del edificio. Pagaba poco de alquiler, lo cual era toda una ventaja, pero me dijo que se sentía mal. Que había días en que era incapaz de levantarse de la cama, como si algo le hubiera drenado las fuerzas. Otros días se sentía vacío, como si le hubieran robado cualquier sentimiento. Decía que en cuanto acabase el mes, se marcharía a Málaga, a un apartamento que había encontrado muy cerca de la playa. Le saldría más caro que la entreplanta, pero se lo podía permitir.
Estuvimos charlando y tomando cervezas (después del almuerzo de pizza vino una merienda de birras) hasta que cayó la noche, que fue cuando me levanté, no sin tambalearme, para ir a casa. Nunca he visto a nadie suplicar de esa manera —casi de rodillas— a una visita para que no se marchase. Toda la felicidad que derrochaba cuando lo ayudé con la bombona parecía haber desaparecido de golpe.
—Lo lamento, Nano, pero mañana me espera un día cargadito —le dije. Me tocaba una reunión con los mandamases de la fábrica de cementos para informarles sobre cómo iban mis investigaciones—. Si quieres, mañana repetimos, pero en mi casa. ¿Vale?
El chico trató de sonreír y me dio un ok mudo levantando el pulgar de la mano derecha. Se notaba que no quería que me marchase. Pensé que tal vez se sintiera solo y que por eso me había invitado a almorzar, lo cual me alagaba, porque apreciaba que alguien disfrutase de mi compañía. Abrí la puerta y me encontré cara a cara con mi casero, Sebastián. El tipo estaba ahí, plantado delante de la puerta del pisito de Nano, mirando fijamente con aquellos ojos inexpresivos. Lo saludé y, ya que parecía no tener intención de moverse, lo esquivé y caminé hacia el ascensor sin cerrar la puerta, porque me imaginé que algo querría Sebastián del muchacho.
Cuando la puerta del ascensor se cerraba, miré por última vez hacia el piso de Nano, y vi que Sebastián seguía ahí, mirando fijamente hacia el interior. El muchacho estaba asomado a la puerta, mirándome a mí con cara de desesperación, como gritando: no te marches, por dios, sin abrir la boca. Imaginé que Sebastián sería también su casero y que Nano, que pretendía marcharse del edificio, tenía reparos para decírselo al hombre. Pensé que tal vez se habían citado aquel día, y que por eso el chico me había invitado a casa, para no estar solo llegado el momento.
Por la noche escuché el ascensor parándose en nuestra planta. El murmullo del motor de aquel trasto era una melodía rutinaria para mí, porque el cuarto de motores se encontraba justo encima de mi cabeza. Tal vez por eso el alquiler era tan barato, quise creer. Como si de una maruja chismosa se tratase, me asomé a la mirilla y observé el rellano. Nano se encontraba parado delante de la puerta del piso de Sebastián. Pensé en abrir para saludarlo. Pero, cuando iba a tocar el picaporte de mi puerta, la del casero se abrió y Nano entró, sus piernas temblando y dando traspiés, como negándose a caminar.
Al tumbarme en el sofá noté un cosquilleo en la cabeza, como si algo me arañase el cerebro bajo el cráneo. Se lo achaqué a la cerveza y, viendo Hellraiser, la primera, la buena, me dormí. Desperté al menos un par de horas más tarde. Algo me decía que me asomase a la mirilla. Y así lo hice. La puerta del piso del casero estaba abierta de par en par. Padre e hijo cargaban penosamente con un bulto bastante voluminoso enrollado en una sabana blanca. El perro con ansiedad se encontraba junto a la puerta del ascensor, que estaba abierta sin que nadie la sostuviera, observando a los otros dos.
Ante lo peliagudo de la escena, decidí alejarme de la puerta e irme a la cama. El sofá era cómodo, pero a mi espalda de treintañero ya no le sentaba bien dormir en cualquier lugar. Un azulejo del suelo crujió conforme di un paso atrás mirando todavía por la mirilla; Sebastián y… creo que su hijo se llamaba Carlos. Sebastián y Carlos se detuvieron en seco con el bulto en brazos, mirando fijamente hacia mi puerta. Lo peor, es que el perro también la miraba, y aquella mirada no parecía la de un perro, sino la de… algo humano. Incluso aquella cara canina con el hocico largo y fino parecía mostrar en ese momento una mueca humana.
Me retiré de la puerta con todo el cuidado del mundo, calculando cada paso que daba para que no se me escuchase y me fui al dormitorio.
Al día siguiente, en el portal, me encontré con Concha y Maruja. Estaban mirando con cara de pena el cartel de se alquila que colgaba de la ventana de la cocina de Nano, que daba al rellano del portal. Me detuve junto a ellas y les dije que el chico planeaba marcharse.
—¿Qué chico? —Dijo Concha. Maruja me miraba con los ojos llorosos.
—Nano —dije.
—No conocemos a ningún Nano —dijo Concha sin parecer muy convencida.
—Estuve toda la tarde ayer con él bebiendo… —Maruja y Concha se marcharon dándome la espalda.
—Parece ser que bebiste mucho —dijo Felipe, del 3º C, en tono risueño—. Porque esa entreplanta lleva vacía desde hace un año.
Felipe del 3ºC. Vivía de alquiler en ese piso con Francesca, o así creo que se llamaba su novia, o prometida, o pareja de hecho. Siguió sonriendo hasta que las puertas del ascensor comenzaron a cerrarse, entonces dejó de sonreír y, moviendo los labios, me dijo: sube a la noche a mi casa. Pensé que tal vez quisiera que Francesca, él y yo tomásemos algo. Aunque todos en ese edificio parecían muy compenetrados, noté, tras observarlos varias veces en el portal, que Felipe y pareja no le caían muy bien a los vecinos. Concha y Maruja los miraban de mala manera por la espalda, y el resto de vecinos no parecían muy felices al cruzárselos.
Al cruzar el portón de acero colado del portal, que contenía una curiosa vidriera en cada hoja, me crucé con Sebastián y su perro. El hombre para variar no me miró ni me respondió al saludarlo. Solo escuché a ese hombre hablar en una ocasión y fue cuando me enseño el piso y firmamos el contrato. El perro parecía aterrado, mirando de un lado a otro con aquellos ojos saltones, temblando de miedo. Al cruzar miradas con él, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Había algo en ese animal que no era de este mundo. Esos ojos no eran los de un perro. Y por momentos, aquel rostro canino adoptaba expresiones imposibles para los de su especie.
No me quedaba mucho para descubrir la verdad.
			