La Familia – Capítulo I

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La gente entraba, y ya nunca volvía a salir. Es posible que quien lea esto me tache de loco. Pero a estas alturas poco me importa. Tengo que desaparecer sin dejar rastro, pero antes, debo dejar por escrito lo que vi y viví durante los meses que habité aquel piso en la Zona Nueva de Torreleones, pagando un alquiler ridículo.

Todo se reduce a aquella familia tan rara —padre, madre e hijo—, con rostros apáticos y ojos sin vida, y su maldito perrito de ojos saltones, que te miraba temblando, como si estuviera sufriendo un cuadro de ansiedad. A Concha, la vecina del 5º A, que fue la última persona a la que vi entrar en el piso de esos tres, y no por su propio pie. A Maruja, su vecina, cuyo piso se encontraba puerta con puerta con el de Concha, y que, tras cuarenta años de amistad, de un día para otro parecía haberse olvidado de su amiga Concha.

Me mudé a aquel edificio porque no encontré otra opción más asequible en Torreleones. Y me mudé a esa condenada ciudad porque necesitaba algo barato en Málaga y que quedase cerca de la costa este. La Ciudad de los Infortunios, como muchos la conocen, como la bautizaron sus habitantes. Por lo que contaban sus habitantes, muchas desapariciones y sucesos inexplicables tuvieron lugar en sus calles, y al parecer fue el lugar de nacimiento de varios asesinos en serie. Podría haber sido una ciudad costera, igual que el Rincón de la Victoria, pero algún iluminado decidió edificarla justo en ese lugar, en mitad de la nada, con un enorme bosque cerca, en vez de pegarla a la playa.

Dadas sus dimensiones y densidad de población, no se la podía considerar un pueblo más como los tantos que la rodean. Aunque eso fue en sus inicios: se trataba de una colonia creada por los habitantes de uno de los pueblos cercanos, Gorate, un pueblucho de piedra construido en sobre una colina en el año 1600, que conecta con la ciudad a través de aquel bosque enorme, el Bosque de los Lamentos, una vasta arboleda formada por encinas, almendros, castaños y nogales con tamaños descomunales, donde también ocurrían sucesos y desapariciones inexplicables.

Ninguno de aquellos lugares te invitaba a asentarte en la zona, pero, tal y como he dicho, necesitaba algo barato en aquella parte de Málaga, y Torreleones fue la única opción. Mi piso se encontraba en la doceava planta de un edificio de doce pisos, coronado por una azotea que albergaba un pequeño estudio en el que nadie vivía. Se encontraba en una urbanización junto a otros tres bloques idénticos, a las afueras de la Zona Nueva, en el lado este de Torreleones. Cada una de esas zonas formaba un anillo, el primero, la Zona Vieja, el segundo, la Zona Nueva y el tercero, la Zona Industrial. Cada uno de esos anillos se cerraba sobre el otro, y se lo consideraba como un único barrio. Vista desde el cielo, la ciudad formaba un descomunal círculo en mitad de aquellos terrenos baldíos. Cada una de

Mis caseros eran los miembros de aquella extraña familia que he comentado antes, con quienes compartía rellano. Solo nosotros vivíamos en aquella planta. Por lo que supe, el piso anexo al mío también les pertenecía, pero no tenían por costumbre alquilar ambos a la vez. Para 2021 el alquiler que me ofrecieron era más que aceptable, 350 euros mensuales por un piso de ochenta metros cuadrados dividido en tres habitaciones, con un amplio salón y un baño de buenas dimensiones, y encima totalmente amueblado, aunque con muebles de los tiempos de Franco. No se podía pedir más por ese precio. Solo iba a estar allí unos meses, y pagar aquello no me supondría gastar demasiado de mi sueldo.

La gente que vivía en el edificio, todos de alquiler, por lo que averigüé tiempo después, era muy simpática. Enseguida te aceptaban entre ellos y te convertías en un vecino más, como si llevases toda la vida allí. A las primeras que conocí fueron las ya mencionadas Concha y Maruja, del 5º A y B, amigas desde hacía cuarenta años. Las simpáticas abuelitas me recibieron entre ovaciones cuando me vieron llenando de bultos el portal del edificio, incluso me abrazaron.

—¡Un nuevo vecino! —gritó Maruja.

—¡Qué alegría! —espetó Concha dedicándome una cálida sonrisa, la misma que las abuelas dedican a sus nietos cuando los ven.

Por la noche, cuando por fin acabé de instalarme, incluso me trajeron la cena y se autoinvitaron a comerla conmigo mientras cotilleaban sobre mí. Eran las más veteranas del edificio, me dijeron entre risas. Llevaban allí desde una década después de que se construyera, pagando un alquiler de renta antigua. El resto de los vecinos había ido rotando a lo largo del tiempo, aunque siempre solían permanecer ahí unos cuatro o cinco años, hasta que decidían marcharse.

—La gente siempre se van sin despedirse —dijo Maruja con la voz quebrada—. Y es una pena. Porque cuando una no tiene hijos, sus vecinos son su única familia y duele mucho que se manchen sin decir ni adiós… —Noté que Concha la miraba fijamente alzando una ceja mientras la mujer decía estas palabras, como si le molestase.

—Es normal, Marujita. La gente de hoy en día está muy ocupada para despedirse de dos abuelas cuando deciden cambiar de domicilio. Las personas ya no son como en nuestros tiempos, que los vecinos éramos como familias.

Vi que Maruja iba a responder, pero Concha la miró con cara de pocos amigos y la mujer, dedicándome una sonrisa incómoda, guardó silencio. Entonces las dos abuelas se levantaron con esfuerzo de los dos sillones orejeros en los que se habían sentado, y, antes de que tuviera tiempo a levantarme para acompañarlas a la puerta —estaba disfrutando de los filetitos en salsa de Maruja—, ya se encontraban junto a esta.

Se marcharon dándome las buenas noches.

Aquello me pareció raro; esas miradas de Concha a Maruja, como si temiera que me contase más de la cuenta sobre algo que ambas debían ocultar. Pero bueno, la gente mayor a veces es muy suya y tiene ciertas manías, así que no le di importancia.

Me dediqué a vivir mi día a día, que consistía en ir a la Fábrica de Cemento, frente a la Playa de la Araña, para estudiar la cueva de la Araña: la cantera de la fábrica. Por aquel entonces fueron realizados algunos descubrimientos con alto valor científico en la cueva, y mi misión era ver si eso era cierto o no. Cuando terminaba mi jornada a las tres de la tarde, regresaba a Torreleones, a unos veinticinco minutos de allí en coche.

Cada día conocía a algún vecino del edificio, ya fuera porque me lo encontrase en el rellano, o porque me invitasen a comer a sus casas, invitaciones que no solía declinar para no quedar mal. Me parecía curioso que la gente fuera tan agradable, como si algo invisible los empujase a serlo. Porque no es que fueran solo simpáticos, ni algo agradables, ni solo un poco simpáticos. Parecían una gran familia dispersa por todo un edificio. No había una sola mala cara entre vecinos, todo eran sonrisas radiantes que te contagiaban.

Los únicos que desentonaban en todo aquello, eran precisamente mis caseros, que no es que les dedicasen malas caras a sus vecinos, es que directamente no expresaban emoción alguna. Las veces que me crucé con ellos y otros vecinos en el portal del edificio fueron las únicas en que vi que la gente dejase sonreír o de ser simpática, pasando directamente a sumirse en una profunda depresión. Siempre iban los cuatro juntos, la madre, una mujer que aparentaba unos cincuenta años, el padre, de la misma edad y bastante corpulento; el hijo, de unos treinta, y el perro; de raza indefinida, blanco, con ojos saltones y temblando siempre como un flan.

Cuando se marchaban a bordo del ascensor, porque, aunque llegasen los últimos, siempre subían los primeros porque todos los vecinos les cedían el lugar, la gente volvía sonreír. Era como si la felicidad de aquellas personas se disipase cuando mis caseros estaban presentes. Como si algo les robase la alegría, y la recuperasen al marcharse aquella apática familia y su perrito con ansiedad.

Todo fue así durante unos cuatro meses, hasta que un lunes de primeros de agosto comenzaron a ocurrir cosas raras…

 

Capítulo II